Una prueba más de que no hace falta alardes exacerbados ni efectos de gran importancia para crear una película excelente. Mucha de esas películas de mediados del siglo XX sostenían todo su peso en el guión y en la fuerza de la historia. Alfred Hitchcock lo demuestra una vez más ensamblando un hilo argumental casi “perfecto”, con interpretaciones dignas de elogio y trasladando un debate bastante interesante sobre razas de hombres, personas superiores sobre las demás, quiénes son capaces de hacer según qué actos, etc.
Todo gira en torno al asesinato en el cual se centra la cinta. Rodado en un apartamento de New York y tomando ciertas valentías a la hora del rodaje (tomas largas, como el máximo tiempo que podían grabar las cámaras de la época, para que diera la percepción exacta de que no existían cortes, de que se hacía todo de una vez, en el cual, muchas de esas escenas estuvieran grabadas en una sola secuencia, sin olvidarnos que nos encontramos con la primera película del director rodada en color) desde el punto de vista técnico y humano.
James Stewart, excelso y brillante una vez más, ejerciendo una labor de picaresca e inquietud fascinante y vislumbrando una analogía que veríamos años después en otra de sus otras obras maestras, La Ventana Indiscreta (1954), donde realiza esa misma situación de querer saberlo todo, investigaciones y preguntas por doquier. Habría que escribir un texto sobre esa figura del investigador aficionado, el incombustible personaje curioso y pícaro que no deja de realizar pesquisas e indagaciones sin ser su trabajo ni su cometido, pero que siempre consigue lo que quiere. Un personaje que ha estado en toda la historia del cine, desde que esto nació hasta nuestros días.
Una película de obligado visionado para todo amante del buen cine, ya sea clásico, actual o diantres, da exactamente igual, es obligatorio. Tiene algunas lagunas argumentales, ya desde esa primera toma al inicio, pero se perdonan por la puesta en escena, traslandando los elementos característicos de la narrativa teatral- no desde el punto de vista de la escena estática representativa del teatro, pero sí de sus elementos más explicativos fuera del foco de visión o referencia visual- al cine, sin olvidarnos de esos componentes de suspense que sólo Hitchcock sabía ejectutar de manera maestra.
James Stewart, excelso y brillante una vez más, ejerciendo una labor de picaresca e inquietud fascinante y vislumbrando una analogía que veríamos años después en otra de sus otras obras maestras, La Ventana Indiscreta (1954), donde realiza esa misma situación de querer saberlo todo, investigaciones y preguntas por doquier. Habría que escribir un texto sobre esa figura del investigador aficionado, el incombustible personaje curioso y pícaro que no deja de realizar pesquisas e indagaciones sin ser su trabajo ni su cometido, pero que siempre consigue lo que quiere. Un personaje que ha estado en toda la historia del cine, desde que esto nació hasta nuestros días.
Una película de obligado visionado para todo amante del buen cine, ya sea clásico, actual o diantres, da exactamente igual, es obligatorio. Tiene algunas lagunas argumentales, ya desde esa primera toma al inicio, pero se perdonan por la puesta en escena, traslandando los elementos característicos de la narrativa teatral- no desde el punto de vista de la escena estática representativa del teatro, pero sí de sus elementos más explicativos fuera del foco de visión o referencia visual- al cine, sin olvidarnos de esos componentes de suspense que sólo Hitchcock sabía ejectutar de manera maestra.
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